Azul Profundo

Azul profundo

Habían pasado seis meses y él aún seguía siendo habitué frente a la barra del piso central del boliche. Arriba la marcha movilizaba a más de la mitad de los clientes. Abajo, la rumba cautivaba a unos pocos perdidos. Los ambientes, aunque pertenecían al mismo local, variaban inmensamente entre un piso y otro. En la parte superior el baile colmaba la pista, mientras que en el subsuelo eran los besos los principales protagonistas. El primer piso era amplio, como un enorme loft, con dos barras, una al costado y la otra al fondo de las escaleras. El resto del ambiente era una pista de baile en donde cientos de danzarines ensayaban el arte de seducir a través del movimiento. En cambio abajo, la sala carecía de iluminación, apenas unos tristes farolitos de un rojo tenue ayudaban a que no se confundiera a quién se besaba la próxima vez. El lugar estaba repleto de columnas que separaban el enorme salón generando pequeños escondrijos que los amantes fugaces aprovechaban como guarída. La música era rumbera, pero el ambiente más bien “mimoso”.

Pasó una hora y ella seguía con su copa de champagne, sentada en lo que el personal llamaba la mesa número 3. Su blusa apretada y transparente insinuaba sin dejar escapar nada de su figura. La falda corta y tajada era reacomodada a cada minuto para que no escondiera ni un centímetro inferior de su belleza. El la observaba desde la barra mientras los tequilas pasaban de mano en mano. ¿Mañana qué haces?...teléfonos, preguntas, respuestas, silencios, sonrisas pícaras...cada noche el mismo teatro. El papel y el lápiz parecían ser mucho mejor negocio que el alcohol. El barman, en lugar de tragos nuevos, había aprendido sobretodo a actuar de cupido. Y seguía observando cada noche
como las presentaciones llenaban los bolsillos de los traficantes de “amor” y las soledades de los clientes.

Ella continuaba ahí inmóvil, mientras discretamente dejaba asomar el portaligas muy al borde de su casi invisible pollera. Por las escaleras desfilaban las más bellas mujeres, la mayoría de piernas largas, bustos redondos, colas firmes. El arte que transforma en insolente o injusta a la naturaleza. Todas estaban maquilladas en exceso y lucían peinados extravagantes. Hacían de su feminidad un exagerado espectáculo, sobreactuaban su postura mientras recorrían con la mirada el piso intermedio que era también el “cuarto intermedio”. Con la justa cantidad de luz, ni demasiados colores, ni extremada oscuridad, el piso intermedio era igual de grande que los anteriores, pero en lugar de una pista de baile o escondrijos de amor, estaba sobrecargado de mesas y sillas dispuestas como punto de encuentro. Era acá en donde comenzaba el juego de seducción para culminar luego en el piso superior con el baile o en el inferior con los besos. Los más directos y los más osados, sin titubear encaraban la puerta y desaparecían con la misma facilidad con la que habían llegado.

Cerca de las tres de la mañana miró otra vez la mesa número 3. Ella seguía ahí, en la misma posición, acomodando su pollera de la misma manera mientras descartaba posibles candidatos que se acercaban con sonrisas y algún trago que amablemente le ofrecían. Pero insistía en rechazar las copas y en su cara, en lugar de una sonrisa tentadora se notaba una leve angustia escondida detrás de su abundante maquillaje y del humo que lanzaban sus permanentes encendidos cigarrillos. Una vez aplacado su deseo de seducir y colmada su sed de observar las vidas ajenas, envidiando la simpleza y la libertad con la que otras enfrentaban sin prejuicios su realidad, se levantó. El barman abandonó su puesto de trabajo y le ofreció, como cada fin de semana, llevarla hasta su casa.

Salieron del boliche y caminaron media calle hasta el auto del muchacho, quien con una mirada entre triste y cariñosa acompañaba a Vanesa desde el silencio. Se acercaron al coche, él le abrió la puerta y la dejó subir. Luego pegó la vuelta hacia el lado del conductor, abrió su propia puerta, se subió y puso en marcha el motor. Mientras aumentaban poco a poco la velocidad entre las calles desiertas de la ciudad, Vanesa aprovechaba nuevamente los 20 minutos que separaban el local bailable de su casa. Se inclinó sobre el asiento y de la parte trasera del coche trajo hacia adelante un bolso. Lo abrió, sacó un pantalón, un par de zapatos y una camisa. Mientras el barman seguía conduciendo en silencio, ella con velocidad se sacó el portaligas, con cuidado lo guardó en el mismo bolso, luego cambió su pollera por los pantalones y su escote por la camisa. También del bolso rescató algo de crema y un pedazo de algodón. Con delicadeza retiró el maquillaje de su cara y luego tiró el algodón por la ventanilla abierta. Por último sacó una corbata y se la acomodó alrededor del cuello.

Llegaron a destino, el tiempo parecía calculado. El auto se estacionaba frente a la casa de Vanesa, en el momento en que ella guardaba nuevamente el bolso en la parte trasera del coche para rescatarlo el próximo fin de semana.

Cuando abrió la puerta de su casa su esposa ya estaba acostada. Vanesa le sonrió desde la puerta de la habitación. Desde la cama, su mujer le devolvió la sonrisa y en tono adormecido le preguntó: “¿Cómo la pasaste con tus amigos, José?”.