Sofía
Notó la misma perfección que veía en su padre a través de la nítida imagen de la pantalla. Le habían contado que al nacer tenía la nariz torcida, un defecto que corregía día a día y ya prácticamente había desaparecido. Ahora aparentaba una belleza particular. No sabía si eran sus ojos, los que perfeccionaban cualquier imperfección que viniera de él o realmente Sofía había heredado la hermosura y la frescura de su padre. Observó una por una las 63 fotos en silencio, intentando de vez en cuando emitir algún sonido que ocultara su asombro. Pedazo por pedazo recorrió sus 50 centímetros. Tenía los ojos grandes y rasgados, seguramente enamoraría al mundo a través de su mirada. Su cuerpo débil le transmitía una enorme tranquilidad.Las fotos la enfocaban en su mayoría muy de cerca, facilitando la difícil tarea de ir descubriendo a alguien a través de una imagen tan lejana. Notó que su boca era enorme, en general parecía una boca normal, pero en algunas fotos, descubrió que al llorar o bostezar, conseguía un inmejorable resultado, como para equilibrar las dimensiones. Sus piecitos eran muy pequeños, igual que sus brazos. La nariz, ya corregida, se notaba igual a la de Bruno, por naturaleza grande, pero no quebraba en absoluto la armonía de su carita. Sus ojos, enormes y de un azul grisáceo que desvelaba, tenían la expresión más tierna que ella pudiera rescatar de sus últimos recuerdos.Sofía posaba feliz en los brazos de su papá.
Una lágrima cayó, no desde sus ojos, pues contenía muy bien la emoción y el llanto, pero sí bruscamente desde su corazón y sintió como si un terrible aguacero le inundaba el alma. Confundió por momentos sus emociones y perdió la capacidad de discernir entre el placer y el dolor, la alegría y la tristeza. Amaba esa imagen, podía sonreír a través de Bruno, era capaz de compartir desde su silencio la plenitud y el amor que le generaba Sofía. No podía sentir nada mas que una sobredosis de amor al percibir todo el sentimiento que generaba esa pequeñita por el solo hecho de existir. Las palabras de Bruno no hacían falta, el amor y la felicidad desbordaban las líneas del margen fotográfico. Por momentos parecía como si también le hubieran fotografiado el alma para transmitirle tan inmensa emoción.Saboreó pedazo a pedazo las imágenes, se enamoró una y otra vez de los dos. Al llegar a la foto 63 el álbum terminó. Su tía, sentada a su lado, apagó la computadora después de deshacerse del cigarrillo que se había consumido lentamente en el cenicero. Tiró la colilla en un frasco con agua que impedía que el olor rancio se mantuviera en la habitación. La miró sonriente, olvidando el pasado, disfrutando del presente „qué hermosa es, igual al padre, qué feliz se lo ve cuando la mira, parece que no puede sacarle los ojos de encima”.
Saboreó esa felicidad, intentando sentirla por completo dentro de si misma, como si quisiera extraerla de la foto. Sonrió y por su mente comenzaron a desfilar fragmentos que en un instante reconstruyen varios años de encuentros y desencuentros que hoy generaban las emociones que la seguían consumiendo. Como ráfagas los recuerdos invadían el olvido. Intentaba detenerlos pero continuaban siendo mucho más fuertes que el olvido.
Ya era de noche. Dejó deslizar sus 46 kilos dentro de los pocos centímetros de encaje rojo. Era uno de los pocos modelos que tenía para las noches de fiesta. Su abuela se lo había regalado algunas Navidades atrás y todavía, por el poco uso, parecía nuevo. Se subió a sus zapatos taco 12, terminó de delinearse suavemente los ojos, echó rímel negro a sus pestañas, y delineó de un marrón fuerte los labios antes de repasarlos con el labial de un tono mas suave. Por último, saco de su placard el perfume Calvin Klein que usaba en escasas ocasiones, lo destapó, apretó la perilla y dejo salir algunas gotas sobre su nuca y sus muñecas. Recién entonces salió.
Camino dos calles, dobló a la derecha, un par de pasos y se detuvo frente al edificio. Eran seis pisos nada más. Sus abuelos lo habían comprado hacía más de 40 años. Era un lugar lleno de historia familiar. Por ahí había pasado la niñez de su mamá, sus compromisos, noviazgos y hasta su matrimonio. También los de su tía, dos años mayor. Elena se había casado con su primo hermano. Contra viento y marea y a pesar de los prejuicios de la época se había arriesgado por amor. Elena y Esteban tuvieron 3 hijos, Bruno, Sabrina y Carlos. Cuando Bruno, el mayor, tenía doce, los padres se divorciaron y empezaron una guerra que involucró tíos, hermanos y abuelos. Una guerra que terminó por separar a la familia en dos. Los chicos se quedaron con el padre mientras que a la madre solo la acompañaron por 15 años la rabia, la frustración y los reproches. Ahora todos miraban a un lado y hacían de cuenta que los años de separación no habían existido. Por un lado, para no herir a quienes ya se sentían heridos, por el otro para no buscar respuestas que tal vez harían más daño.
Ni modo, la naturaleza había perdido su tinte y todo resultaba ser motivo de fiesta. Se festejaba hasta el simple hecho de que los hijos por fin decidieran hablarle a su madre. Los felicitaban por tomar la decisión en lugar de recriminarles sus años de ausencia. No había reproches, los años de olvido parecían haber desaparecido, era una época inexistente para toda la familia y aquél que recordara por un segundo viejos momentos, prefería sepultar en el silencio su recuerdo, en lugar de traer temas doloroso que empañaran la inventada felicidad.
Volvió a mirar por algunos momentos el edificio antes de acercarse y tocar el timbre del sexto piso. La puerta se abrió, tomó el ascensor y entró al departamento. Ya muchos de los invitados habían llegado al cumpleaños de su abuelo, no era la primera, pero tampoco la última de las casi 30 personas que participaron de la reunión.Se había enamorado de él sin darse cuenta. Mezclando la amistad con el deseo, descubrió un día, que el deseo superaba la amistad. Desde que volvieron a verse, intentaron mantener la distancia que limitara su relación a la de primos. Una distancia que la familia, por las experiencias de su tía, explícitamente exigía. Sin embargo no se preocupaban de estar muy cerca cada vez que se reunían, o incluso dormir en la misma cama sin que el deseo se hiciera presente. Por algún motivo oculto, después de unos pocos años, ella empezó a notar que su interés era exageradamente grande. Que dependía de su presencia la ciclotímia de sus emociones, que temblaba cuando se encontraba cerca y se sonrojaba con sus caricias. No quiso darse cuenta de la velocidad con la que el sentimiento de amistad se transformaba en amor. Hasta que un día el deseo se hizo tan presente, que ninguno de los dos se atrevió a volver a negarlo, pero siempre desde el silencio.Media hora después, lo vio entrar. Se quedó sentada en el mismo lugar, esperando que se acercara. Quería levantarse, caminar hacia él, abrazarlo y besarlo. Quería reprimir sus sentimientos, sin alejarse por un minuto de su cuerpo, sin embargo se limitó, porque el juego de seducción entre ellos ya había comenzado e implicaba un permanente desafío entre acercarse y alejarse, rozarse y generar vacíos que hicieran notar la ausencia del otro. Implicaba también hacer notar el deseo de estar cada vez más cerca. Él saludó a todos y al fin se acercó a ella, la abrazó, le hizo un chiste y se sentó.
Durante toda la noche permanecieron juntos, por momentos ella se sentaba en sus faldas y él la acariciaba con ternura e ingenuidad, como si no notara que sus caricias, completamente inocentes, producían cada vez más deseo en su piel, cada vez más carencias, cada vez más impotencia. Ella disfrutaba de lo poco que él era capaz de dar, algunos momentos casualmente compartidos, algunas caricias inocentes, algún beso de amistad, consejos, bromas. La fiesta pasó sin grandes sobresaltos, siempre en contacto, siempre unidos por un gesto mínimo o una caricia.A la hora de los besos de despedida se puso rápidamente el abrigo. No lo dudó, no iba a separarse aquella noche, no quería hacerlo. Con mucha naturalidad y sin haberlo pensado, decidió dormir en su casa. Había llegado familia de todos lados y las camas estaban desbordadas, tanto en la casa del abuelo como en la de la mamá. Entre los dos, decidieron que no era mala idea que se quedara con él.
No era la primera vez que iban a dormir juntos y no tenían porqué hacerlo, la cama de Carlos también estaba vacía, estaba de viaje...en la casa sobraba lugar.Llegaron al departamento de Belgrano, se sacaron los zapatos. Él se fue a la habitación mientras ella repasaba con la mirada la mini bodega que tenía sobre un estante en el living. Al fondo, detrás de botellas de licor, descubrió un aguardiente colombiano, una de sus debilidades después del ron. Estiró su mano y sacó del fondo la botella. Le preguntó si podían tomarse una copita y él asintió acercándose a la cocina. A los pocos minutos reapareció con dos copas. Mientras las sostenía, ella abría la botella y la inclinaba sobre los cristales dejando caer el líquido en ellas. Cerró el aguardiente y lo colocó otra vez en su lugar. Empezaron a hablar de sus vidas, a hacer bromas a reír. Intercambiaron experiencias y aventuras hasta que el sueño los venció. Otra vez sin palabras como dando por hecho las cosas, enfilaron hacia la habitación de Bruno. Él se puso una remera vieja y se acostó. Ella se sacó los aros y los puso sobre la mesa de luz. Después se deshizo del vestido y lo dejó caer en el suelo, debajo de la ventana.
En ropa interior, se escabulló entre las sábanas, lo abrazó, le dio un beso de buenas noches y se durmió oyendo como latía su corazón y con la paz que le daba el olor de su cuerpo.Mantuvo cerrados los ojos al despertar. Solamente la conciencia se deshizo del sueño, mientras sus párpados todavía permanecían sumergidos en él. En parte, no quería despertarse, porque sabía que al abrir sus ojos, llegaría otra vez la despedída, y prefería seguir sumergida en su olor, en esa calidez lejana que la hacía sentir viva y muerta a la vez. Empezó a salir del sueño muy lentamente, resistiéndose. Acercó su mano al cuerpo que desde el otro lado de la cama, también se resistía a abandonar el sueño. Le tocó el pecho y luego, acariciándolo se acercó a su cara. Lentamente se movió en su dirección, intentando pegarse a su piel, como queriendo ser parte de ella. Recostó, aún con los ojos cerrados, su cabeza en su pecho y con su mano siguió acariciándolo. Sus bocas se acercaban lentamente, podía sentir claramente su respiración, sus ojos cerrados podían sentir el sabor de su aliento, cada vez más cerca, entre sueños, como arriesgando sin arriesgar, como intentando crear una situación que podía pertenecer a la inconciencia del sueño, a la ignorancia de la ceguera, al delirio de una imagen cautivada en la mente inconsciente que aún no había despertado. Los dos jugaban a seguir dormidos, a pesar de ser conscientes del estado despabilado en el que se encontraban. Después de minutos que asemejaron la eternidad mas eterna, los dos, al mismo tiempo y otra vez sin palabras, se besaron, liberando un deseo cautivo por tiempo, dejando al descubierto un sentimiento reprimido, ignorado, delegado.... (sigue después)